La muerte de Francisco no sólo deja vacante una silla en el Vaticano, también deja un silencio raro en el corazón argentino. Porque su papado fue eso: incómodo, inesperado, a veces contradictorio, profundamente humano y muy argento.
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Esta mañana me desperté con la noticia de la muerte del Papa Francisco. Como muchos argentinos, lo primero que hice fue abrir el celular, y ahí estaba: “Murió el Papa Francisco”. Y algo, indudablemente, se movió dentro de mí. Una sensación angustiosa, de tristeza, de conmoción.
Mi relación con el papado de Francisco fue rara. Ha tenido altibajos, como todas las relaciones profundas. No fue amor a primera vista ni ruptura dramática. Fue más bien una historia de desencuentros y reconciliaciones silenciosas.
Me acuerdo perfectamente del 13 de marzo de 2013. Un miércoles, como si fuera un dato menor. Yo estaba en la redacción del periódico, cerrando la edición en papel. De pronto, el humo blanco, el famoso “¡Habemus Papa!” y el apellido: Bergoglio. Y el grito generalizado en la redacción: “¡Metimos un Papa!”. Como si fuera un gol en el último minuto en la final del mundo. Porque así somos los argentinos: el mate, el truco, el asado y ahora, también, el Vaticano.
Cambiar la tapa del diario a último momento fue una decisión obvia. Esa sensación única de estar publicando algo histórico -pero histórico posta- y a la vez nos estábamos subiendo a esa ola de fervor nacionalista en versión religiosa. Una mezcla de Diego, Messi y San Martín, pero con sotana.
Después vinieron las idas y vueltas. Me costó mucho entender algunas de sus decisiones. Su silencio ante algunas cosas, su no regreso al país, su forma de no alinearse y, al mismo tiempo, molestar a todos. Esa actitud de abrirle las puertas del Vaticano a varios políticos cuestionados —algunos incluso con causas graves de corrupción—eso me hizo mucho ruido y hasta desdibujó la imagen que yo tenía de él. Porque uno esperaba un poco más de distancia frente a ciertos personajes. Pero bueno, Francisco era eso: alguien que no entraba del todo en ningún molde.
Sin embargo, hubo momentos donde me conmovió profundamente. Como aquella vez en que dialogó con una persona joven, no binaria, y le habló del amor de Dios con gran ternura, sin juicios, sin manuales. O esa escena inolvidable con el niño que lloraba porque había muerto su papá ateo. Francisco lo abrazó, lo escuchó, y le dijo: “Tu papá era un hombre bueno, quedate tranquilo, está en el cielo”. Punto. Nada de catecismos. Solo humanidad pura.
Con el tiempo, aprendí a escuchar entre líneas. Francisco hablaba en código argentino, aunque usara el italiano. Deslizaba frases como quien tira un pase entre líneas: si estabas atento, entendías todo. Si no, bueno, te la perdías. Porque el tipo era eso: un 10. No el que corre más, sino el que ve la jugada antes que el resto. Y claro, a veces eso molesta.
Hoy se fue el Papa argentino. El que hablaba de periferias mientras miraba de reojo a los poderosos. El que nunca dejó del todo la Plaza Flores y supo que el poder no es para lucirse, sino para incomodar.
Me quedo con eso. Con el ruido que me hacía. Con las contradicciones. Con los momentos en los que me enojé con él, y con los otros en los que sentí orgullo. Porque un distinto no siempre te hace feliz. Pero te hace pensar. Y eso, en estos tiempos, ya es un milagro.
Se fue Francisco, el Papa futbolero, el tipo que se formó en la Educación Pública Argentina y fue un líder mundial. Se fue uno de los nuestros y hoy los más vulnerables se sienten un poco más solos…