Entre una birome que hacía de micrófono y un guardapolvo con dos letras bordadas, nació un sueño: contarle al mundo lo que pasaba en un aula de primer grado.
Pasaron 40 años. Pasó la vida. Cambiaron los escenarios, pero no la pasión.
Hoy, en tiempos difíciles, vuelvo a abrazar a ese niño que fui, para seguir contando con el alma.
Una historia para leer con el corazón
#DíaDelPeriodista #ElNiñoPeriodista #Historia #ContandoConElAlma #Editorial #Semanariomj #Semanario63Años

Aparece en la foto, intacto, como si el tiempo no le hubiese pasado por encima. Está ahí, con sus arrugas suaves, con secretos de tizas y recreos. Es un guardapolvo, sí. Pero no es un guardapolvo cualquiera: es mí guardapolvo de primer grado, allá por el año ochenta y cinco, cuando todavía los días eran más largos y los problemas más chicos.
Esa foto me la mandó mi vieja. Ella lo conserva. Como se conservan los buenos recuerdos, las cartas importantes, las fotos con gente que ya no está.
Lo conserva como quien guarda un pedazo de infancia, como quien cuida un tesoro sin precio (gracias vieja)
La seño Sonia —que todavía la recuerdo con su mirada firme— tuvo una idea luminosa una vez: que cada uno de nosotros, los chicos de aquel primer grado del San Miguel, dijéramos qué queríamos ser cuando fuéramos grandes.
Nos dividió por oficios. Nos dio la oportunidad de soñar.
Y ahí está, si miran bien la foto lo van a ver: un distintivo azul con letras blancas sobre el pecho. Son dos letras simples: N.P.
“Niño Periodista”. Eso dije. Eso quise ser.
El que contaba lo que pasaba. El que veía, preguntaba y narraba.
A falta de un micrófono, cualquier cosa servía: una cuchara, un palito, una birome.
Y jugaba a entrevistar a mis compañeros.
Porque en ese mundo, en ese pequeño mundo de un niño de seis años, no existían ni la violencia ni la grieta. No existían los intereses oscuros ni las operaciones encubiertas.
Existía la ilusión.
La ilusión de contar algo lindo.
La ilusión de que lo escuchen los otros.
La ilusión de que lo abrace la seño con una sonrisa.
Han pasado cuarenta años desde aquella escena.
Cuarenta años de vida, de idas y venidas, de personas que vinieron y se fueron, de momentos felices y de golpes duros que todavía duelen.
Cuarenta años en los que ese niño —el del guardapolvo y el corazón inquieto— se convirtió en este hombre que hoy escribe.
Con menos pelo.
Con la barba con canas.
Con la mirada más cansada.
Y con el alma, a veces, lastimada.
Pero con el mismo fuego.
Con las mismas ganas de contar.
Con la misma necesidad de narrar la vida.
Hoy es 7 de junio. Es el Día del Periodista.
Y no puedo evitar pensar en ese niño que fui.
Y en lo que significa hoy ser periodista.
En un país donde el presidente nos insulta, nos ningunea, nos llama “ensobrados”.
Donde la credibilidad se defiende como se defiende una trinchera.
Donde el poder quiere siempre al periodismo domesticado o en silencio.
Y, sin embargo, acá estamos.
Contando.
A pesar de todo.
Porque algo de aquel niño todavía vive en nosotros.
Porque algo de esa vocación ingenua, luminosa, pura, sigue latiendo.
Hoy quiero abrazar con estas palabras a todos mis colegas.
A los que salen cada día a buscar la noticia.
A los que cuentan lo que pasa, aunque a veces duela.
A los que hacen periodismo con respeto, con profesionalismo, con amor.
A todos ellos: feliz día.
Que podamos seguir siendo dignos de esta vocación que elegimos.
Y que nunca se nos apague el fuego de aquel guardapolvo de primer grado.