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  Yo tenía apenas tres años y, aunque la memoria a veces juega con nosotros, hay imágenes que permanecen como postales en la mente. Recuerdos sueltos, como si el tiempo los hubiese dejado grabados en una vieja fotografía.

  Aquella guerra, que yo apenas intuía, latía en cada rincón de nuestra casa, en cada conversación en voz baja, en cada mirada furtiva entre mis padres.

  Malvinas no es solo una historia del pasado. Es un sentimiento que se hereda, que se mantiene encendido y aunque se haya querido usar con determinados fines políticos, aunque haya vecinos traidores, ese sentimiento sigue latiendo en quienes sabemos que Malvinas es y será siempre una causa justa.

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fer molina
Por Fernando Molina, Director de SEMANARIO 

 

Corría el año 1982. Yo tenía apenas tres años y, aunque la memoria a veces juega con nosotros, hay imágenes que permanecen como postales en la mente. Recuerdos sueltos, como si el tiempo los hubiese dejado grabados en una vieja fotografía.

Mi mamá estaba embarazada de mi hermano, y en casa se advertía un ambiente extraño. No sabía bien qué era, pero lo sentía. Un aire de nerviosismo, de incertidumbre. Cada vez que sonaba una musiquita particular en la televisión, mis padres corrían a pararse frente a la pantalla. Yo, sin entender, tomaba mi sillita chiquita de madera y me sentaba con ellos. Sus rostros tenían una preocupación que, aunque no comprendía del todo, me inquietaba. Era la guerra. Eran los famosos comunicados de guerra.

En la habitación de mis viejos, tras la cama, estaba el guardalmohadas (bastante común en los muebles de aquella época). Y allí, descansaba un bolso verde enorme. O al menos así lo veía yo, desde mi mirada de niño. Con los años supe que ese bolso era el de mi papá, listo para cualquier llamado, para partir hacia las islas si el destino lo decidía (son cosas que pasan cuando tu papá es militar).

Aquella guerra, que yo apenas intuía, latía en cada rincón de nuestra casa, en cada conversación en voz baja, en cada mirada furtiva entre mis padres.

Siguen dando vueltas por ahí algunos cassettes viejos, de esos de cinta, que se rebobinaban con una lapicera Bic. En ellos, está grabada con una voz limpia una de las primeras canciones que aprendí de memoria. Esa que todos sabemos (o casi todos, porque hoy vi en el acto oficial a funcionarios tener que leer la letra) y que envuelve la historia, nuestra historia, en un manto de neblina.

Los años pasaron. Y con ellos, la vida me llevó a acercarme más a ese sentimiento profundo por Malvinas. A ese amor por algo que parecía lejano, pero que siempre estuvo cerca -digamos que corriendo por las venas-. Y hoy, cuando veo a Feli, mi hijo, dibujando las islas, pintándolas de celeste y blanco, cuando llega del colegio y me cuenta con emoción que hablaron de los caídos, de los héroes, siento que ese lazo invisible que une generaciones sigue vivo.

Porque Malvinas no es solo una historia del pasado. Es un sentimiento que se hereda, que se mantiene encendido, que nos recuerda quiénes somos y por qué, aunque el tiempo pase, algunas imágenes, algunas sensaciones, nunca se desvanecen. Aunque se haya querido usar esa historia con determinados fines políticos, aunque haya vecinos traidores, sigue latiendo en quienes sabemos que Malvinas es y será siempre una causa justa.